Un jueves cualquiera en el que una trompeta y dos guitarras suenan en una esquina de la plaza, consiguiendo que cada segundo palpite algo dentro de cada uno. Las niñas bailan al compás de la melodía, las terrazas de las cafeterías rebosan actividad al calor de las estufas. El artista pinta y los transeúntes aplauden descoordinadamente. La moto se cuela y atraviesa la multitud, mientras la chica con el ramo de flores llega tarde a su cita y el chico de cabellos castaños lee su novela favorita a los pies de la escalinata. La fuente salpica y el sol se esconde sin remordimientos. Los jóvenes enamorados disfrutan del espectáculo desde la ventana y otros pasan tan deprisa que no son capaces de apreciar lo que tienen a su alrededor. La música continúa y la cerveza se acaba poco a poco.

A los pies de la fuente varios desconocidos y otros no tanto. Mezclan sus sueños con ligeras y emotivas miradas al pasado pero preocupándose del futuro. La copa se agota y las intimidades comienzan a florecer tímidamente. Surgen miradas de complicidad y de apoyo. Frases hechas y otras que surgen del corazón. Lágrimas desprevenidas y sinceras sonrisas. El sol se esconde cada vez más rápido y el viento se hace más frío. La plaza comienza a acelerarse. La música suena con más fuerza, y las palabras fluyen como si de almas gemelas se tratasen. Momentos de silencio que dicen más que mil palabras y que quedan forjados a fuego lento para el recuerdo. El más sincero agradecimiento por compartir ese lugar y ese momento. Ese deseo de que sea para siempre, que nunca acabe, y que la ciudad eterna acoja perpetuamente.

El sol desaparece y la música ha dejado de sonar. Toca irse, sin antes pensar que ese momento tiene que repetirse, es tan especial y mágico que debe repetirse. Dónde, cuándo, porqué, cómo, con quién es nuestra decisión. Ya sea en esa plaza, o en aquella cálida arena siempre soñada, pero esforzándonos día a día por conseguir repetir un momento como ese, que no será ni mejor ni peor, pero será igualmente de especial.